A amar también se aprende


¿Por qué amamos las personas?


Y es que conducta no es solo lo que se hace sino también lo que se piensa o siente. Hace referencia a todo lo que es observable por los demás (a nivel físico o motor, como gestos, acciones) como a lo observable por la propia persona (lo que conocemos como eventos eventos privados, es decir, pensamientos, sentimientos o emociones, que pueden llegar a ser observables por los demás a partir de lo verbal o lo físico).
Amar es también una conducta que normalmente trae consigo o desencadena otras muchas. Es una conducta que se da en interacción y está sujeta a muchas variables, que pueden ser personales o del entorno. No se trata entonces de algo incontrolable e inexplicable, externo a nosotros. Ni tampoco es algo que nos invade y nos dirige hacia un destino que no elegimos. Se trata de una conducta que nosotros llevamos a cabo y nos encamina a nuestros objetivos. Un torbellino de emociones, de deseos, pensamientos y acciones que la persona emite para establecer una relación emocional de amor con otra persona.
Los seres humanos somos seres sociales. Necesitamos unos de otros, comunicarnos y afiliarnos con los demás. Nuestros motivos personales más básicos son la seguridad y la exploración en la búsqueda del placer. Por lo tanto, cuando amamos (no solo a una pareja; también a nuestra familia o amigos), lo hacemos con intención de vincular con ellos hacia la búsqueda de la seguridad y certidumbre, o de sentir sensaciones de placer y satisfacción. El amor es uno de los sentimientos más placenteros y reforzantes que existen.
Lo más sano, hablando en términos psicológicos, sería movernos en un equilibrio de ambos. Y de esto trata la buena relación amorosa, de cubrir bien ambas necesidades, ajustándose a las circunstancias.
Como en muchos otros aspectos de la vida, en la conducta de amar van a influir diferentes variables.
Por un lado, el aprendizaje que hayamos tenido a lo largo de nuestra historia individual y experiencias (qué tipo de relaciones hemos ido estableciendo, si las valoramos como positivas o negativas, etc.).
Otro factor muy importante son nuestros modelos, los que hemos tenido desde pequeños (nuestros padres, hermanos, abuelos…) que han sido una guía muy relevante en nuestro desarrollo de competencias y creencias o valores personales, en este caso, acerca del amor o de uno mismo.
Muchas veces estas creencias o valores son positivos y sanos y otras veces nos encontramos con que hemos aprendido ciertas ideas que nos hacen sufrir o nos complican las relaciones y, que muchas veces, no se ajustan bien a la realidad o a lo que realmente queremos. Creencias o mitos del amor, como “el amor es sufrimiento” , o “mi felicidad depende de mi pareja” , que si están bien instauradas van a guiar nuestra conducta, incluso cuando la experiencia nos muestre que no nos están siendo de ayuda.
A partir de nuestra historia y nuestros modelos, las personas vamos desarrollando nuestro autoconcepto y vamos estableciendo una relación con nosotros mismos y con los demás.
A lo largo de nuestra vida aprendemos una manera de relacionarnos e interactuar con los otros, de comunicarnos, de gestionar conflictos personales. Adquirimos una serie de competencias emocionales, fruto de nuestros modelos y del ambiente, a veces de mayor calidad y otras veces de menos. También aprendemos la importancia del vínculo con los demás, muchas veces a partir de nuestra familia y nuestros amigos.
Todo ello predispone de una manera muy potente nuestra conducta de amar.

Esto interactúa con otra construcción importante: la del amor como concepto. Vamos aprendiendo qué significa amor y cómo es amar a partir de todas estas variables que, a nivel global, compartimos porque contamos con un marco de referencia común, por ejemplo, nuestra cultura. Sin embargo, a nivel individual diferimos debido a la influencia que ha podido tener en nuestra historia, lo que hemos aprendido en la interacción con nuestros iguales, nuestra familia, la información a la que tenemos acceso, etc.. Incluso cuando compartimos un mismo marco de referencia (por ejemplo, una cultura compartida por ambos), ya que, a partir del aprendizaje, contamos con nuestros propios marcos de referencia individuales. Por eso, a la hora de amar, es muy posible que unos y otros no lo hagamos de la misma manera, ni tengamos las mismas expectativas y valores, ni nos consideremos felices en situaciones similares.

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